martes, 13 de enero de 2015

Aquellos maravillosos veranos

No son pocos los recuerdos que a uno le vienen cuando piensa en aquellos veranos que pasaba en la infancia, y es que como muchos otros niños he tenido la suerte de crecer en un pequeño pueblo. El verano era la mejor época del año, dos meses de vacaciones sin responsabilidades, sin clases, sin madrugones… la única obligación, disfrutar. El que ha tenido la oportunidad de veranear en un pueblo, ha vivido mil y una experiencias que no hubiese encontrado ni en el lugar más remoto del mundo.

Hay una regla que aunque pasen los años nunca cambia, desde el momento que pisas el pueblo solamente pasas por casa para comer, cenar y dormir. Los horarios: de 15:00 a 16:00 la hora de comer y de 22:00 a 23:00 la hora de cenar. No hay ni un minuto que perder, ni siquiera para ver la televisión o echar la siesta.

El pueblo
Los recuerdos más lejanos se remontan a las primeras pedaladas que aprendí a dar en “la calleja” de mi abuela con una bici antigua roja,  pues que mejor sitio para aprender a andar en bici que aquellas calles donde no pasan apenas coches. Desde ese momento la bici se convirtió en el modo de transporte. Todos los amigos teníamos una bici y pasábamos el día subiendo y bajando cuestas, recorríamos el pueblo de bar en bar pidiendo chapas para después pasar horas jugando con ellas en las acercas y canalones de las casas.  

Más tarde los tazos, cromos y otros juegos sustituirían a las chapas. También jugábamos al fútbol o hacíamos goti goti con los palos de los chupa-chups. Con la paga de 100 pesetas comprábamos chucherías, chicles, flashes… ¡y nos duraba para toda la tarde!

Plaza y ayuntamiento
Íbamos creciendo y los juegos también cambiaban. Fueron varios los años en los que intentábamos construir cabañas en lugares secretos con los pales que cogíamos de las obras, nos creíamos unos albañiles de primera con una azadilla un par de martillos y unos clavos. Alguna vez organizábamos meriendas en las que comprábamos embutido patatas y coca-cola. Y por las noches todos los niños del pueblo, pequeños y mayores, nos reuníamos en la plaza para jugar a polis y cacos donde el límite geográfico era todo el pueblo. El “Bote bote” o “No retroceder” eran otros juegos a los que solíamos jugar.

Nos gustaba hacer travesuras como preparar bombas caseras con botellas, aguafuerte y papel de aluminio, colarrnos en el cementerio o en las escuelas, quitar los tapones de aluminio de las ruedas de los coches para ponerlos en nuestras bicis, llamar a los timbres y salir corriendo, adquirir inmobiliario público como señales de tráfico o conos, hacer hogueras… en la mayoría de los casos nos acababan pillando, en los pueblos todo se acaba sabiendo.     


El pilón
En nuestra infancia también tuvimos tiempo para jugar a la game boy, al ajedrez, a las cartas: “el come mierda”, “el mentiroso”…, partidos de frontenis, rutas de bici donde explorábamos los pueblos colindantes, tardes de pantano o de piscina… siempre teníamos algo que hacer, antes de acabar de comer ya estaban los amigos con las bicis llamando a la puerta de casa y por la noche muchas veces teníamos que decir a nuestras madres que nos preparasen el bocadillo para salir lo antes posible.

Con la edad aprendemos a valorar lo bien que lo pasábamos de pequeños, no me importaría volver a jugar a las chapas o corretear por la plaza, en vez de pasar toda la tarde en la terraza del bar o salir de fiesta todas las noches. Siento añoranza cuando veo a los niños jugar a polis y cacos o cuando pasan una y otra vez con su bicicleta por delante de la terraza donde estamos sentados. Sin duda alguna los veranos de la infancia fueron unos años maravillosos que no los cambiaría por nada.